
EL INVENTOR DE JUEGOS
UNA TÍPICA CASA ABANDONADA.
Entre la maleza había una fuente de piedra cuyo surtidor tenía la imagen de un monstruo marino, cubierto de escamas y alertas afiladas. Como barcas fúnebres, flotaban escarabajos en el agua estancada.
-¿Seguro que no vive nadie en la casa? –preguntó Lagos.
-Mira esas ventanas. ¿Quién podría vivir? –pero a Ríos tampoco le convenía mucho entrar a la vieja casa.
Todas las ventanas estaban tapiadas, pero las lluvias habían podrido las maderas. Arrancaron los listones con facilidad. Iván trepó a la ventana y saltó al interior de la casa. Ríos lo siguió:
-Yo hago de campana. –Dijo Lagos.
Iván y Ríos tenían linternas de bolsillo, pero habían olvidado ponerles pilas nuevas. Era una luz tímida frente a una oscuridad con años de experiencia. Había muebles cubiertos con sábanas, vidrios velados por telarañas, un piano desvencijado en un rincón, que emitía discretos crujidos, como si extrañara la música. El piano, al igual que la mesa y las repisas, estaba invadido por velas consumidas que dejaban caer estalactitas de cera.
Ríos comenzó a encender los restos de velas que todavía servían. Se quitó el parche y se quedó mirando las formas que dibujaban las sombras en las paredes.
-Voy arriba. –Dijo Iván-. Ya vuelvo.
No fue difícil adivinar cuál había sido el cuarto de Morodian. Los diagramas destinados a sus juegos cubrían las paredes, la cama, la puerta del ropero. Había esquemas trazados con líneas temblorosas, ilustraciones que parecían arrancadas de bestiarios medievales, juegos de palabras, pedazos de historias, círculos, flechas, signos de interrogación: la materia diversa con la que se hacen los juegos. Iván recogió todos esos papeles para estudiarlos cuando tuviera mejor luz. Cuanto más encontraba, más crecía su curiosidad. Morodian había estado espiando su vida, y ahora era él quien espiaba el pasado de Morodian.
En el fondo del ropero encontró una caja de cartón. La había pintado de rojo y negro. El nombre del juego estaba escrito con letras góticas: El guardián del laberinto.
Mientras bajaba por la escalera se le empezaron a caer los papeles. Dejó que Ríos lo ayudara con las hojas, pero él cargó el juego bajo su brazo derecho. Sabía que Morodian era un enemigo de Zyl, sabía que su abuelo lo aborrecía y que acaso también le temía.
Extendió el juego sobre un banco de la plaza, junto al caballo negro, y se concentró en estudiarlo. Sus amigos, al principio, mostraron interés por el tablero y su intrincado diseño, y luego por las instrucciones del juego, pero al final se aburrieron. Ríos y Lagos se alejaron: sus voces sonaban desde muy cerca, luego desde el borde del parque, y más tarde apenas se oían. Habían llegado al muelle que se adentraba en la laguna de Zyl y desde ahí hacían rebotar las piedras contra el agua. Lo llamaron varias veces, pero Iván no les hizo caso. Estaba entrando en la mente de Morodian.
Más tarde le preguntó a su abuelo:
¿Por qué perdió Morodian el concurso? ¿Se enfrentaba a un juego mucho mejor?
Se enfrentaba a una tonta variante del ajedrez, que se jugaba solo con caballos. La hizo el mismo ingeniero Gabler, que entonces era estudiante. No, no era un gran juego.
¿Y entonces?
Todo empezó con el padre de nuestro enemigo. Se llamaba Justo Morodian y siempre quiso ser inventor de juegos. Amaba los juegos, pero los juegos no lo amaban a él. Probó suerte con toda clase de cosas. Si hacía un juego de estrategia, los jugadores notaban que las reglas estaban mal hechas, que era imposible ganar.
Si fabricaba una carrera de caballos, ninguno llegaba al disco. A nadie le interesaba fabricar en serie esos juegos defectuosos. Fue a ver a Aab, y el viejo, para ayudarlo, le encargó la misión de cuidar el jardín-laberinto. ¿Fuiste hasta allí?
Todavía no —respondió Iván.
Mejor no acercarse. Hoy es un bosque intrincado y sin salida. Hay algo maligno en el modo como se tuercen las ramas y bloquean las salidas. Pero entonces el laberinto era una de las grandes atracciones de Zyl, y ocuparse de él era un trabajo importante. Había que mantenerlo cuidado, para que la vegetación no cerrara los caminos. Justo Morodian no estaba conforme con su trabajo, creía que merecía algo mejor. Tal vez tenía razón en su descontento: arrastraba una vieja enfermedad y no había nacido para trabajar al aire libre. Se perdía en el laberinto, como antes se había perdido en sus propios juegos. Nunca llegaba a podar más que unas pocas ramas: en el fondo del laberinto la vegetación crecía y borraba los caminos. La gente dejó de ir por miedo a no regresar. Una tarde, después de un día de calor, el cielo se oscureció de pronto y se desató una tormenta. Empezó a llover y muy pronto se anegaron los caminos. La esposa, alarmada porque ya era la hora de la cena y Justo no había aparecido, pidió ayuda, y ahí fuimos todos, con botas y capas de lluvia, con linternas y brújulas, para tratar de encontrarlo. Hacía mucho que no pisábamos el lugar, y no imaginábamos el estado en que se encontraba. Había que pasar debajo de las ramas y arrastrarse por el barro. Nos gritábamos en la oscuridad y apenas distinguíamos las linternas y las antorchas de los otros. Tardamos en encontrar al jardinero. Y cuando lo hicimos… Justo Morodian se había perdido del todo.
Pero no por eso el hijo falló en el concurso…
No, pero su derrota tuvo que ver con lo que acabo de contar. Morodian empezó a acusar a Aab —que para entonces era muy viejo— por la muerte de su padre. Y acusó también a toda la ciudad. Dos meses después construyó su juego, El guardián del laberinto, como un desafío. Su juego era bueno, pero los miembros del jurado no quisieron darle el premio para apartarlo de esa obsesión. Pensaron que así obraban bien. Fue peor. Apenas conoció el fallo, Morodian juró acabar con Zyl para vengar a su padre. Y ya casi lo ha conseguido.

OTRO TIRO DE DADOS
Quien haya visto algún modelo de El juego de Iván Dragó (así se llamó finalmente) observara que no está fabricado por la compañía de los juegos profundos. Una leyenda en su base dice hecho en Zyl. Después de ese juego se hicieron otros, y algunos talleres abandonados volvieron funcionar, y las cajas con la nueva versión del cerebro mágico se amontonaron de nuevo en los vagones de carga… Gracias al juego de Iván Dragó, la ciudad renació.
El juego cuenta solo una parte de la historia: termina con la partida del globo, pero nada dice de cómo se engancho en la veleta de una casa, a poco de salir del parque profundo. Nada del viaje de Iván hasta la estación Zyl, ni de su llegada al amanecer, cuando solo las despintadas figuras de madera salieron a recibirlo. Nada de su lento paseo hasta el museo con el talismán en su bolsillo. Entró por una ventana, sin hacer ruido, para no despertar a Zelmar Cannobio. Tuvo que hacer presión para que la pieza encajar en su lugar. Ahora el rompecabezas estaba completo, y el tatuaje en su mano ya no era la marca de lo que faltaba, sino la señal de lo que había logrado.
Pero ¿Dónde termina exactamente El juego de Iván Dragó? Las reglas no están del todo claras y muchos jugadores siguen la partida aún más allá de esa última casilla. A veces pierden el globo en medio de discusiones: sube y sube y no lo recuperan; en vano lo persiguen mientras se lo tragan las nubes o la noche.
Otros, los más exquisitos dicen que el juego que importa no es el del tablero ilustrado sino el primero, El del concurso, la página vacía que cada uno completa con su dibujo, sus planes o sus sueños. Dicen que el verdadero juego es esa página en blanco.
Las conversaciones sobre el juego son más largas que el juego y solo se terminan a la madrugada.
Tiremos los dados otra vez.
